Jojutla. En una semana las aves podrían acabar con todo el arroz que se siembra en este municipio; los pajareros ahuyentamos a las parvadas para que el arroz crezca y nos alimentemos con él; esta afirmación la hace Urbano Flores Sotelo, de 63 años, frente a los campos de cultivo que forman parte de los que en todo el estado producen cerca de 17 mil toneladas de arroz al año, de acuerdo con datos oficiales.
El oro de un sol recién nacido se vierte sobre el campo. La vista se desliza en una extensa alfombra verde que termina en un cerro oscuro. El aire huele a hierba. Los ruidos de los automotores de La Pastrana y de la orilla de la ciudad, a poco más de quinientos metros, se enredan entre las rasposas varas de caña o se traban en las espigas húmedas de este cereal introducido en Jojutla en 1836 por Ricardo Sánchez.
En medio de los arrozales, a cincuenta metros aproximadamente hay un hombre sobre una empalizada de poco menos de dos metros, se llama Juan. ¡Jooooo! ¡Joooo! ¡Ehehhheeeeeeeeeeeeee! ¡Oraaa!, ¡Oraaaa! Grita mientras ahuyenta a las aves que buscan enloquecidas la semilla tierna del arroz.
Urbano camina por la orilla de los ramales donde el agua que alimenta las plantas transcurre alegre. El suelo está húmedo y blando por la lluvia de hace una hora. Mientras avanza hacia Juan, platica que él y nueve pajareros más deben impedir que los urracos negros (llamados tordos o chanates, o zanates, o pijuyes en otras regiones) y a los charrenderos (aves negras con mancha de color rojo o amarillo) se coman el cultivo:
– Los urracos son delicados, no les gusta el arroz que cae al suelo una vez que levantamos la cosecha a finales de julio, les gusta el tiernito, ese que está en la espiga plantada, jugoso. Los urracos se hicieron mañosos con el tiempo.
A un paso de la empalizada el jefe de los pajareros saluda a Juan y le dice que muestre cómo hace su trabajo. Juan coge una honda trenzada y tejida con rafia, selecciona una piedra de un montoncito que tiene a sus pies junto con bolas de lodo, la coloca en la honda y comienza a girar la bíblica arma sobre su cabeza.
Una enlutecida parvada de urracos rasga el manto azul del cielo y amenaza con clavarse sobre la verde extensión.
Convertido en un David, de la tribu de Judá, buscando la frente de Goliat, Juan suelta el proyectil y la parvada en perfecta sincronía evita la piedra y se aleja. ¡Oraaaaaaaaaaaaaaa! Arroja ahora Juan una bala verbal.
Otra multitud de signos de puntuación avanza por el aire y se aproxima.
En seguida, Juan se agacha y jala con fuerza una cuerda atada a su atalaya y un escándalo de latas atravesadas por la cuerda y tendidas por varios metros sobre el arrozal se levanta. Las aves asustadas desisten y se pierden en el follaje de unos guamúchiles.
Para los pájaros el botín es muy valioso y vale la pena otro intento. Desde los árboles preparan, sin hacer un solo ruido, un nuevo ataque. Las armas de Juan no se han acabado.
Se agacha en su empalizada y prepara una sorpresa. El espantapájaros humano como un Dios del trueno, se yergue, mueve por los aires un látigo y de pronto ¡Fruazzzzzzzzzzzzzttttrazzzz! la pajuela del chicote revienta en mil fragmentos el silencio: suena como un relámpago ciego y los pájaros saltan, graznan y se alejan despavoridos. ¡Ahhh. jJeeee. Oraaa! ¡Oraaaa!, celebra Juan.
¡Fruazzzzzzzzzzzzzttttrazzzz!
Una vez que el espantapájaros mostró su eficacia, Urbano se despide y camina de regreso por los ramales mientras narra:
– Una parvada puede tener hasta mil urracos. Negrean en el cielo. Son mañosos, no los asustan los trapos o las bolsas que algunos campesinos usan para proteger el arroz.
En un tiempo sí funcionaban pero los urracos son muy mañosos, luego hasta se paran en los trapos o las bolsas, no les da miedo. Hasta ahora los pajareros son lo único que ha funcionado para que no se coman todo y nos dejen sin arroz –explica este hombre que es campesino y lleva más de 15 años en el oficio de pajarero.
Para los diez guardianes no hay descanso por 35 días, que es el tiempo que tarda la semilla del cereal en madurar. Están ahí a sol y asombra por 14 horas, desde las seis de la mañana hasta las ocho de la noche; ganan mil 50 pesos a la semana. Llevan su almuerzo y comen sobre la empalizada; También llevan su celular para escuchar melodías de “banda” y “rancheras” cuando los pájaros no están sobre los sembradíos, momento que también aprovechan para hacer sus necesidades fisiológicas.
– Es un oficio para hombres, un trabajo de soledad, no he conocido a ninguna mujer pajarera, a ellas les encanta la plática. A mí me gusta este trabajo porque respiro aire puro, me gusta la siembra, me gusta ver cómo va creciendo el arroz que sirve para alimentarnos – concluye Urbano Flores Sotelo.
La Unión Morelos